Andrés Vázquez de Prada, “El Fundador del Opus Dei”, Tomo I, cap 6
Durante el verano de 1931, en medio de grandes tribulaciones, don Josemaría recibió nuevas luces sobre el mensaje central de la doctrina y espíritu del Opus Dei. Iluminaciones que desplegaban ante su mente aspectos ya implícitos en la esencia de la Obra. Dios le asistía así en sus tareas fundacionales, dándole la pauta para su realización, hasta en el detalle.
Cuando sus hermanos se marcharon a Fonz pasar las vacaciones de verano, don Josemaría se quedó solo con su madre en el piso de la calle Viriato, donde se había instalado al dejar la vivienda anexa al Patronato de Enfermos. Fue entonces cuando el Señor comenzó a obrar esas "grandes cosas" presentidas por su alma meses antes. Una de ellas tuvo lugar el 7 de agosto de 1931. El suceso aflora en una carta de 1947:
Me da vergüenza —confiesa antes de comenzar el relato—, pero os lo escribo cumpliendo con las indicaciones que he recibido: pocas cosas de éstas os contaré. Y continúa:
Aquel día de la Transfiguración, celebrando la Santa Misa en el Patronato de Enfermos, en un altar lateral, mientras alzaba la Hostia, hubo otra voz sin ruido de palabras.
Una voz, como siempre, perfecta, clara: Et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum! (Ioann XII, 32). Y el concepto preciso: no es en el sentido en que lo dice la Escritura; te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos.
Claro es que, de no existir una anotación sobre lo sucedido aquel día, difícil sería calibrar sobrenaturalmente el hecho, porque el pudor no permite al sacerdote más que una confesión a medias. Pues bien, la catalina correspondiente a dicha fecha dice así:
7 de agosto de 1931: Hoy celebra esta diócesis la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. —Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la exCorte... Y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme —acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso—, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: "et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum" (Ioann. 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas.
A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad..., sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey.
Esta nueva luz era una gracia específica que confirmaba el mensaje del 2 de octubre, recalcando el alcance que el trabajo profesional tiene dentro del espíritu del Opus Dei, como fuente de santificación y apostolado. Al mismo tiempo se resalta el valor y función del trabajo en la economía de la Redención, como un eco de aquel "recapitular todas las cosas en Cristo", de que habla San Pablo a los de Éfeso .
Cristo, alzado en la cruz para que en El fijen su mirada los hombres, en signo de salvación para muchos. La redentora curación de la humanidad, dañada por el pecado de nuestros primeros padres en el Paraíso, venía ya prefigurada en aquella serpiente de bronce que Moisés mandó levantar para que sanaran de sus picaduras los que habían sido mordidos por las serpientes en el desierto.
Así también Cristo, enclavado en la cruz, expuesto a las burlas de sus enemigos y al dolor de sus amigos, es signo de contradicción para muchos. Pero no es esta visión del Salvador, condenado a muerte y víctima en el Calvario, el cauce por donde discurre la locución recibida por el sacerdote en la fiesta de la Transfiguración, sino en cuanto quiere que se establezca el imperio de su amor a través de las actividades de los hombres. De nuevo se oye en labios del Fundador el regnare Christum volumus, sometiendo las actividades todas de los hombres, el producto de sus esfuerzos y la creatividad de su inteligencia, para ponerlos a los pies de Cristo como pedestal de alabanza (Deo omnis gloria), para que reine sobre las voluntades de los hombres y domine todo lo creado.
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